Extracto del libro “ Los Complejos y el Inconsciente”
de Carl Gustav Jung.
Hoy sabemos con certeza que el inconsciente posee
contenidos que, si pudiéramos hacerlos conscientes, representarían un aumento
inmenso de conocimientos.
También el inconsciente humano encierra todas las
formas de vida y de funciones heredadas de la línea ancestral, de suerte que en
cada niño preexiste una disposición psíquica funcional, adecuada, anterior a la
conciencia. En el seno de la vida consciente del adulto, tal función
inconsciente instintiva hace sentir constantemente su presencia y su actividad;
en ella están ya preformadas todas las funciones de la psique consciente.
El inconsciente percibe, tiene intenciones y
presentimientos, sentimientos y pensamientos, al igual que el consciente.
Nuestra experiencia de la psicopatología y el
estudio de la función onírica lo confirman abundantemente.
Sólo hay una diferencia esencial entre el
funcionamiento consciente y el funcionamiento inconsciente de la psique: el consciente, a pesar de su intensidad
y su concentración, es puramente efímero, se acomoda sólo al presente inmediato
y a su propia circunstancia; no dispone, por naturaleza, sino de materiales de
la experiencia individual, que se extienden apenas a unos pocos decenios.
Para el resto de las cosas, su memoria es artificial
y se apoya esencialmente en el papel impreso.
¡Qué distinto es el inconsciente! Ni concentrado ni intenso, sino crepuscular hasta la
oscuridad, abarca una extensión inmensa y guarda juntos, de modo paradójico,
los elementos más heterogéneos, disponiendo, además, de una masa inconmensurable
de percepciones subliminales, del tesoro prodigioso de las estratificaciones
depositadas en el trascurso de la vida de los antepasados, quienes, por su sola
existencia, contribuyeron a la diferenciación de la especie. Si el inconsciente
pudiera ser personificado, tomaría los rasgos de un ser humano colectivo que
viviera al margen de la especificación de los sexos, de la juventud y de la
vejez, del nacimiento y de la muerte, dueño de la experiencia humana, casi
inmortal de uno o dos millones de años.
Si queremos ahondar más en esta última noción,
pronto veremos que ciertas representaciones o imágenes emanan de un mundo
reputado físico, del que nuestro cuerpo forma igualmente parte, mientras que
otros provienen, sin que por ello sean menos reales, de una fuente llamada espiritual,
aparentemente distinta del mundo físico.
Imaginar el coche que deseo comprar o el estado en
que se encuentra de momento el alma de mi padre fallecido, irritarme por un
obstáculo exterior o por un pensamiento íntimo, forma parte, psíquicamente
hablando, de una misma realidad.
La única diferencia es que en un caso las representaciones
o sentimientos se relacionan con el mundo de las cosas físicas y en el otro con
el mundo de las cosas espirituales.
Si desplazo mi noción de realidad y la centro en la
psique, entonces sólo esta noción está en su puesto y el conflicto entre la
Naturaleza y el Espíritu como principios explicativos se resuelve por sí mismo.
Naturaleza y Espíritu no son ya en tal caso sino
las designaciones de origen de los contenidos psíquicos que se concentran en mi
conciencia.
Cuando una llama me quema, no dudo ni un instante
de la realidad del fuego.
Pero cuando temo la aparición de un fantasma, me
refugio al abrigo del pensamiento de que no es más que una ilusión.
Ahora bien, el fuego es la imagen psíquica de un proceso
objetivo cuya naturaleza física, en último análisis, no es desconocida; del
mismo modo, mi miedo al fantasma, imagen psíquica de un proceso mental, es tan
real como el fuego, y el temor que siento, tan real como el dolor originado por
el fuego.
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